UN DULCE CUENTO DE HADAS
Precedida de un éxito arrollador en Francia -después de haber sido rechazada en Cannes-, y con el reciente premio de la Academia Europea como mejor película europea del año, Amelie se nos presenta como un cuento de hadas que hará las delicias del espectador precisamente por eso, por tratarse de una comedia amable, encantadora, en la que podemos refugiarnos de los problemas y sinsabores cotidianos.
Comienza con una especie
de prólogo, con imágenes en blanco y negro y subtítulos, que nos presenta la
desdichada infancia de Amelie, con tragedias que rayan en el absurdo. Su
soledad y falta de afecto la llevan a refugiarse en un mundo de imaginación
desbordada y lleno de colorido, y aquí comienza realmente una película
optimista en apariencia, en la que nosotros también nos sumergimos para olvidar
la realidad. Es una burbuja feliz en la que ahora vive esta camarera de un bar
de Montmartre que -como por casualidad, con ocasión de la muerte de Lady Di- se
plantea encontrar su lugar en el mundo; en realidad durante toda la película no
saldrá de un mundo fabricado según su imaginación, con situaciones cómicas pero
increíbles, agradables pero mentirosas, insólitas en definitiva.
Su vida será un buscar
hacer felices a los demás, ayudarles a superar sus traumas, a resolver sus
problemas, de manera anónima, silenciosa, como si fuese su hada buena. La
alcohólica portera de su edificio que sufre desde hace décadas del mal de amor
al ser abandonada por su marido, una estanquera hipocondríaca, un cliente
celoso y patológico, un vecino anciano que pinta todos los años el mismo cuadro
de Renoir, un joven tendero retrasado y acomplejado por su patrón: todos ellos
sentirán la ayuda de esa mano invisible. Como en todo cuento de hadas, también
aquí tenemos nuestro príncipe azul, Nino, que trabaja en un "túnel del
terror" y en un sex-shop; como los demás, él será "salvado" de
su obsesión por recoger las fotos desechadas que encuentra en los fotomatones y
reconocer a un hombre que aparece con frecuencia, pero a la vez será él quien
"salve" a Amelie y la saque de ese mundo falso de ilusiones, de
imaginaciones: al enamorarla, le hará ver que ella es como los demás, que
también necesita ser ayudada, que también necesita afecto y cariño.
La galería de personajes
que nos presenta Jeunet es ciertamente curiosa por lo extravagante y el
carácter patológico de cada uno de ellos; es cierto que todos son tratados con
respeto, más aún con amabilidad y cariño, pero ¿es que la realidad humana que
hay en la calle y que hay enderezar es tan desoladora?, ¿somos tan excéntricos?
Más bien parece que eran los tipos que mejor le permitían desarrollar una trama
insólita, con tanta dosis de poesía y de encanto como de inocencia y falsedad;
no le interesan los tipos ordinarios y normales, sino los marginales y
extraños. ¿Será por eso por lo que ha obtenido el éxito popular en taquilla?
La puesta en escena es
pictórica, al mostrarnos un mundo colorista salido del cómic, emparentado con
el estilo naïf y con el surrealismo -son varias las escenas en que los
sueños de la protagonista la hacen ser el centro de una posible Historia-, y
enlazando con el realismo poético francés de Marcel Carné o
de René Clair y con el humor de Jacques Tati. Así se refuerza
ese universo encantador, como si de un dulce o una golosina se tratase. El
tratamiento de los personajes también va en ese sentido: se nos presentan como
seres sin matices ni recovecos, superficiales e ingenuos, como si se tratase de
caricaturas que gesticulan y actúan, pero carentes de fuerza interior; sus
sentimientos son poco profundos, de manera que ni sufren ni gozan realmente,
sino que andan por un mundo de ensueño. Jeunet ha optado por mostrarnos con
simplicidad un mundo imaginativo, colorista, placentero, en el que nos podamos
zambullir y entretener durante dos horas, tratando con ligereza los distintos
conflictos dramáticos.
La batalla del cine europeo frente al cine norteamericano pasa por la
consolidación de una industria propia así como por la elaboración de un
discurso diferenciado que se erija en una verdadera alternativa comercial y
narrativa. Cabe la posibilidad de competir al cine norteamericano en su
terreno, como demuestra el último filme de Alejandro Amenábar. Sin embargo,
ésa no debería ser la única vía porque, de seguir ese camino, el cine europeo
devendría una sucursal del modelo dominante. El cine francés es un ejemplo de
las posibles alternativas. Cine de autor pero que no aspira a la marginalidad
sino que pretende llegar al público medio y tener éxito comercial en las
pantallas de los multicines. Por citar algunos filmes emblemáticos, aunque de
diferente calidad, Los visitantes,Delicatessen -del mismo J.P.
Jeunet- , La cena de los idiotas, Salir del armario,y el más
reciente, Amelie.
Ambos elementos permiten
la elaboración de ese cuento de hadas en torno al amor y la bondad que busca la
risa, la sonrisa e invita al optimismo sin llegar a la sensiblería propia del
telefilme televisivo. Su apuesta formal, en muchas ocasiones sorprendente,
llega sin embargo a un gran público poco acostumbrado a las peripecias
sintácticas que intentan huir de una gramática presidida por la causalidad
entre planos. Una referencia temporal inscrita en el propio filme- la muerte de
Lady Di- sirve para aproximar al espectador al mundo representado, cercano en
un nivel emocional por los temas universales - infancia, amor, sexo,
incomunicación, soledad, desamor- que recorren este luminoso cuento.
Amelie, erigida en
protagonista desde el título original Le fabuleux destin d'Amélie
Poulain, es el hilo conductor del filme. La secuencia inicial muestra su
concepción junto a otros pequeños hechos paralelos, como una mosca que vuela o
un coche que pasa. A continuación su infancia, narrada en off sobre divertidas
y personales imágenes, la sitúan en un ámbito familiar poco afectuoso y sobreprotector
-no va al colegio por una dolencia de corazón imaginada por su padre-, que no
le permite relacionarse con otros niños. Además, su madre muere de forma
repentina cuando le cae encima una turista suicida al salir de la iglesia. La
heroína suplirá estas carencias infantiles con la idealización del amor adulto,
con una fantasía desbordante y maravillosa, y la necesidad de ayudar a los
demás.La infancia es un tema recurrente que se refleja en la forma sorprendente
de contar: la de Amelie será reflejo de la de su principe azul -Nino
Quincampoix-, solitario y sin amigos. O la de Dominique Bretodeau, el niño que
cuarenta años antes había escondido sus juguetes más apreciados en una pequeña
caja tras la pared del baño en que vive la protagonista. Este hecho, la
recuperación de la infancia, ese lugar mítico, perdido en el olvido por alguien
gracias a ella, desembocarán en una decisión clave basada en su pensamiento
mágico infantil: si el propietario recupera ese lugar, la protagonista
intentará hacer feliz a aquellos que la rodean. Así ocurre: tras descubrir la
caja, Dominique Bretodeau, llora y decide visitar a su hija y a su nieto al que
no conoce.
La idealización del amor
tiene en la cinta de Jeunet una clara disidencia con el cine romántico y
almibarado porque Amelie no huye en ningún momento del
componente sexual, recurrente desde el inicio del filme. La concepción de
Amelie, la interesante pregunta sobre el número de orgasmos en un momento
determinado -quince cuenta Amelie-, el polvo de la estanquera y el cliente en
el lavabo de la cafetería o el trabajo de Nino en un sex-shop, sitúan al sexo
en lugar central de las relaciones humanas y de su expresión suprema, el amor.
El opuesto de este
universal, la soledad e incomunicación, está presente también en el
filme. El ser humano occidental vive rodeado de artilugios y mecanismos de
expresión y comunicación, y, paradójicamente, está solo y se siente
desamparado. Es intencionado, pues, que el relato recoja de manera sutil todos
esos modos expresivos o comunicativos, obviando otros como el teléfono móvil y
el ordenador que hoy nos rodean; un olvido que contribuye a esa sensación de
extrañamiento del espectador ante lo que está viendo. La introducción del
accidente de Lady Di y su novio no es en absoluto baladí porque su impacto
mediático fue de tal calibre que abrió una nueva senda comunicativa globalizada
en lo emocional. El cine familiar aparece en el genérico con una Amelie niña
que juega ante la cámara, memoria visual de la infancia, un lugar habitado por fantasmas
hechos de un haz de luz. La fotografía y la televisión luego, cuando la
protagonista recibe una cámara de su madre y el vecino le hace creer que dicha
máquina provoca accidentes por un defecto de fábrica. La fotografía como
captadora de almas en rostros, explica el afán coleccionista de Nino de
retratos de fotomatón desechados por sus dueños. O a través de esa
fotos polaroid del enanito de cerámica en todas las capitales del
mundo que incitan al padre de Amelie a viajar. El cine como lugar de ensoñación
de un público sonriente al que la protagonista observa complacida. La afición a
la pintura del hombre de cristal que copia obsesivamente -una copia al año- el
mismo cuadro impresionista, y que tiene una cámara de vídeo obsoleta para
observar la calle y el reloj de una tienda como única conexión con el mundo
exterior al que no accede debido a su extraña enfermedad. El teléfono fijo o en
cabinas, instrumento de juegos amorosos entre Nino y Amelie. La literatura, con
toda su fuerza de ilusión, está encarnada en Hipólito, el escritor fracasado, y
en la carta de amor que recibe la portera con treinta años de retraso de su
marido muerto en la Argentina tras abandonarla por otra.
Una sociedad regida por
códigos comunicativos diversos que, paradójicamente, son infrautilizados y cuyo
uso estándar elimina otras posibilidades más lúdicas y creativas, y en
consecuencia, de mayor calidad. Ése el encanto de Amelie, que consigue con
los medios de comunicación que nos rodean y con una fantasía desbordante hacer
feliz a sus semejantes y relacionarse con ellos de una manera más auténtica y
original.
La inocencia, la
nostalgia, la apariencia azucarada, el final feliz, la previsibilidad propia
del cuento, no supone, en mi opinión, un obstáculo al compromiso del filme. La
descripción de un hecho, con el contexto de otros que lo acompañan en espacio y
tiempo simboliza esa idea espiritual de interconexión entre todas las cosas que
suceden en el mundo. La bondad, el optimismo crítico y la fantasía infantil
auténtica serían la vía para conseguir un planeta mejor y más justo.
Un filme hermoso y
delicado con grandes dosis de humor, que como decía al comienzo, tiene el
mérito de llegar a públicos tan separados como el de las salas de arte y ensayo
en versión original y el de los multicines, a pesar de estar construida con
recursos peculiares que escapan al modo narrativo dominante en las pantallas
más contempladas. Una senda que debería ser más transitada por el cine
realizado en ese lugar llamado Europa.
La narración es ágil y
desenfadada, trepidante por momentos y con calmosa contemplación en otros, pero
el argumento no es lo importante, y eso hace que a ratos se nos presente
inconexa y deshilvanada, con anécdotas irrelevantes. El uso de la cámara con
sus ritmos cambiantes y sus travelling acelerados, con sus localizaciones
exageradas, el detallismo en los personajes y en los decorados, y la fotografía
teñida de sepia -agresiva y provocadora- pueden dejarnos perplejos o
insatisfechos, pero son elementos del lenguaje cinematográfico que nos meten en
la fantasía de Amelie, que es lo fundamental.
Concluyamos diciendo que
nos encontramos ante una película agradable de ver, que nos empuja a ser
buenos, amables..., pero escapando de la realidad, mirando hacia otro lado. Es
como una mirada al sueño perdido de la infancia, al personaje entrañable que
hay dentro del niño que todos fuimos, en la línea de su anterior
película La ciudad de los niños perdidos. En definitiva, una película
que es un regalo para el corazón y para la imaginación, pero que no deja más
que esa sensación pasajera.
Lo cual me lleva a la
fotografía. Como en todas sus obras, Jeunet pone especial atención en crear
composiciones magistrales, de tal forma que, como reza el cliché, "cada
cuadro de película es una obra de arte". El director y su fotógrafo
hacen uso mesurado de todas las modernas técnicas efectistas de edición y
fotografía, pero nunca gratuitamente. Todos los trucos de cámara
(incluyendo efectos digitales) están utilizados para servir al guión y para
subrayar (unas veces con sutileza, otras con desgarradora vehemencia) las
emociones de los personajes. Nunca se usan sólo por lucirse, o por parecer
"cool". Si tan sólo Hollywood funcionara igual, tal vez no nos
recetaría productos basura como "Armageddon"o "El
Sexto Día".
"Amélie" es
una de las mejores películas que he visto en el último año, y a pesar de
que su argumento puede ser demasiado ligero y finalmente poco trascendente, su
manufactura, tanto desde el punto de vista técnico como artístico, es de
primera línea, y muestra una vez más cómo la innovación cinematográfica no va
necesariamente de la mano con una enorme inversión monetaria. Odiaría decir que
ésta es una película "para sentirse bien", pero me temo que de eso se
trata: una película con honesto corazón y emociones reales, que nos ayuda a
reconciliarnos con la frenética y absurda vida contemporánea.
Amelie (Audrey Tautou)
es una persona que se ha creado su propia vida. Nacida en un entorno hostil a
la felicidad, ha suplido faltas de cariño y de abundancia con una imaginación
desbordante que convierte su existencia en una fábula, de encuentros y
desencuentros, en la que ella se asigna el papel del hada buena, la que
facilita las vidas de los demás con un toque de varita mágica. Pero un hada
humana al fin y al cabo que se dará cuenta de que también ella necesita de sus
poderes.
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