Muere sin dejar
testamentos
Cansado de ser el
juguete de miles de idiotas, cansado de ver sufrir a los inocentes por mi
culpa, yo, el amor, me largo de sus fauces humanas porque ninguno fue capaz de
saber cuál era el motor del mundo.
No la entendí, colgué y puse sobre la mesa esa combinación malsana de Coca-Cola y Aguardiente que me robé de la historia de un gran conocido, aquel ex-novio o novio de Oriana a quién dejé de ver hace mucho. Me recosté sobre la silla azul y me quedé mirando el vacío como si allí fuera a encontrar la respuesta al porqué una relación de 2 años se había terminado. Tomé un trago y me levanté. Caminé hasta mi cama y me dejé caer con rudeza. Cerré los ojos intentando alejarme del mundo simulando una muerte simbólica pero a la larga infructuosa.
Luego de un rato
desperté sin recordar siquiera que pasaba. Me había dado cuenta que tenía aún
la ropa de diario puesta y eran las 3 de la mañana. El computador reposaba
sobre mi escritorio justo al lado la Coca-Cola con aguardiente. Esa bebida ya
sin gas, insípida y casi grotesca a la mirada me recordaba exactamente que así
fuimos ella y yo: Al comienzo nos jurábamos ser la combinación perfecta, pero
luego nos hicimos simples, molestos y casi grotescos.
Me levanté y encontré 14
llamadas perdidas en el móvil que había dejado convenientemente en silencio,
sonreí irónicamente por lo bajo y me pregunté si esas llamadas eran para seguir
hundiendo morbosamente el puñal que me había clavado antes de colgar. Tomé el
celular y cautelosamente lo envolví en una sábana, lo puse en suelo, y de una
pisada seca, sentí como la pantalla se hacía pedazos bajo mi pie. Otro golpe.
Otro. Y otro. Ahora el celular estaba en paz.
Abrí la puerta y bajé
las escaleras de la casa sin encender la luz porque no quería esta vez ceder a
la obligación maldita de tener que ver el mundo tal y como él quiere que se le
vea. Me parece injusto con el mundo, conmigo y con mi sufrimiento que se traducía
por la ausencia de color, por la tiniebla, por la penumbra.
Llegué a la cocina y me
serví agua en un vaso de Batman color negro. Acabé el agua y envolví el vaso en
un limpión de la cocina, lo rompí entre mi mano y alcance a cortarme un poco la
palma. No le di mayor importancia y boté los vidrios en la basura. Ahora el
vaso estaba en paz.
Abrí el cajón en el que
se guardaban los cubiertos, saqué un cuchillo y pulso se me aceleró. Vi mi
reflejo borroso en la filosa hoja de metal y subí corriendo a mi habitación.
Con toda la paciencia corté la almohada que había sido confidente de mis
alegrías y tristezas junto a ella, luego clavé el cuchillo sobre el colchón
sobre el que había dormido incontables veces con su cabeza recostada en mi
pecho y corté una por una las cobijas que fueron testigos silenciosos de
nuestros encuentros amorosos. Ahora gran parte de mi habitación estaba en paz.
Vi la pastilla sobre ese
libro de las Moradas Filosofales de Fulcanelli y una ola de terror en forma de
sangre subió desde el estómago hasta la cara. La tomé en mis manos y caminé
sobre los fragmentos de las sábanas que parecían ordenadas por el mismo Maurice
Escher en un camino infinito y sin sentido con destino de la nada. Introduje el
medicamento entre la Coca-Cola y el aguardiente y en cuestión de segundos se
desvaneció entre el líquido.
Tomé esa mezcla grotesca
que parecía salida del mismísimo infierno. Poco a poco sentí que se quemaba
esófago, el estómago luego el líquido estuvo en paz, o al menos no volví a
saber de él.
Me recosté y vi como la
muerte entro con su túnica blanca por la puerta con una sonrisa de
satisfacción. Claro, la muerte se viste de gala cuando quien se muere es
alguien tan importante como el amor mismo. Lo recibe con bombos y platillos
sabiendo que a pesar de renacer en diez mil formas distintas matarlo no depende
sino un momento de debilidad. El amor cuando entra al reino de la muerte se
pelea con la costumbre una batalla que entra perdiendo y al final, termina
envejecida y maltrecha de golpes. El amor tiene un suplente manifiesto que
acaba con una muralla fortalecida. La costumbre es el verdugo que encierra el
amor en una jaula blindada que acaba por asfixiarla hasta que poco a poco deja
de respirar. No imaginan cuantas veces la costumbre se ríe del mundo cuando se
disfraza de amor y todos la confunden. El mundo parece entonces tan inocente
como un chiquillo en plena piñata.
Ya no había marcha
atrás. Me relajé sobre mi cama y cerré los ojos intentando alejarme del mundo,
ya no hubo dolor, no supe más de ella, como en una muerte simbólica pero
fructífera y efectiva. Verdadera. Yo ahora estaba en paz.
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